domingo, 22 de marzo de 2020

El Circo

Hola. Me llamo Paula, tengo 12 años y te voy a contar lo que pasó aquel
día en el circo. Solo había sido unos días desde que se había acabado
completamente la cuarentena. Era el 3 de mayo de 2020. Lo siento, no
me he introducido bien. Vivo en una casa en San Mateo de Gállego con
mis padres y mi hermana mayor. A mí me encantan muchísimo los
animales. Tengo dos gatos: Leo y Luna, y un hámster llamado Bambú.
En fin, eran las cinco de la tarde e íbamos a ir a un circo, que estaba
unas tres semanas en la explanada al final del pueblo. Al llegar, vi lo
grande que era y murmuré:
“¡Ostras, es grande!”
Cuando entramos, cogimos palomitas y nos sentamos en un banco.
Habíamos llegado pronto y teníamos la primera fila para nosotros
mismos. Esperamos unos diez minutos para que empezara, y de
repente, todas las luces se apagaron. Unos focos se encendieron
enfocando al director del circo. Era bajito y gordito, con un bigote
estilo francés. Con una sonrisa anunció:
“¡Señoras y señores, bienvenidos al espectáculo de hoy! En primer
lugar, tenemos a Marcos Sánchez, nuestro trapecista. Después, a
Laura Martínez, que va a levantar pesos extravagantes. Y por último,
tendremos a nuestro queridísimo Dumbo, que va a afeitar a uno de
vosotros señores, sin afeitaros la piel además, no os preocupéis.”
Todos se rieron al oír, esa última parte.
“Y con todos ustedes, ¡que el espectáculo comience!”
Se fue, y los focos se concentraron en Marcos, que estaba a punto de
hacer un salto imposible a otra barra. Cuando llegó, estaba alucinando.
Saltaba y hacía piruetas con una facilidad y agilidad que estaba
tentada a probarlo yo misma. Siguió y siguió con la música clásica de
hacer trapecios unos diez minutos. Estaba embobada con la perfección
puntual, que se notaba que también había conjugado impecablemente el
micro-segundo en el que iba a tocar la siguiente barra y dar la vuelta
con el pulso de la canción. Al terminar, hizo una triple voltereta en el
aire y tocó suelo delicadamente como si pesara tanto como una pluma.
El público aplaudió con tanta fuerza que me pregunté si se les oía en
Galicia. Después, salió quien supuestamente sería Laura Martínez.
Después, cogió los pesos que le deberían de haber preparado mientras
las luces estaban apagadas entre espectáculos, y se veía pintado
550Kg. Yo no me lo creía, pues ¿cómo podría alguien coger tanto peso?
Era imposible. Laura era alta y tenía mucho músculo, pero aún así no
veía cómo podría ser.
Cuando ya me había decidido que era imposible, Laura cogió y levantó
el peso. No sabía cómo, pero lo hizo. Todos sabíamos que eran 550 Kg.
de verdad, y no era una mentira de éstas que ponen quinientos kilos y
en realidad son cincuenta. Laura había roto el récord mundial de
levantar pesos. Todos estaban alucinando. Aguantó cinco segundos,
seis, siete… Cuando llegó a diez, bajó el peso con un grito
satisfactorio. Todos aplaudieron muy fuerte. Mis manos ya estaban
rojas y picaban, supongo que las de todos también, pero no me
importaba. Cuando las luces se volvieron a encender, estaba Dumbo, un
cubo de agua con jabón, un bote de crema de afeitar, una cuchilla de
afeitar y su entrenadora. No como en las películas, este Dumbo era
gigante. Su entrenadora dijo al público:
“¿Algún voluntario para que Dumbo le afeite?”
Tres cuartos de los hombres levantaron la mano, y mi padre no. Yo le
levanté la mano mientras me susurraba:
“No, Paula, no. Para.”
La entrenadora miró a mi padre y dijo:
“¡Ajá! Venga usted, caballero. No tengas vergüenza.”
Mi padre me dio una mirada de Hablaremos seriamente de esto luego.
Yo le di pulgares arriba. Cuando bajó, miró al cubo, luego a la crema,
luego a la cuchilla, después al elefante y por último a mí. La
entrenadora anunció:
“Dumbo, ¡empieza el afeitado!”
Dumbo cogió una esponja que había en el cubo y la puso por toda la
cara de mi padre. Después, con la crema, disparó por todo la cabeza, la
cara y su camiseta. Por último, cogió la cuchilla y delicadamente quitó
toda la barba impecablemente. Después, hizo algo inesperado. Supongo
que para que todo el mundo viera la pieza de arte, con su trompa cogió
todo el agua del cubo y la disparó a mi padre. Mi padre se dio media
vuelta y se dirigió al público. Se inclinó. La entrenadora le dio unas
toallas para que se secara. Se sentó y mi madre le susurró:
“¿Por qué has hecho eso? Pensaba que no querías hacerlo.”
“Es que no quería. Paula me había levantado la mano.”
Yo sonreí. Cuando salimos, estaba todo calentito con ese calor
agradable de tarde de mayo. Cuando ya estábamos a tres manzanas de
casa, vimos un cachorro de perro raza Golden Retriever que estaba en
una caja que en permanente negro ponía `Adóptame´. Era tan tierno y
parecía tan triste el pobre que, como en un trance, me agaché y lo cogí.
Mi hermana dijo cautelosamente:
“Paula, no sabes si tiene la rabia o algo. Paula…”
Cuando lo cogí, me lamió la cara y se dio la vuelta para que le rascara la
tripa. Le rasqué. Me olió la mano y me la lamió también. Miré a mi
padre y le pregunté:
“¿Nos lo podemos quedar? ¿Porfi?”
Mis padres se miraron e hicieron un concurso de miradas, y mi madre
ganó.
“Vale, Paula. Pero unas pocas condiciones. Le llevamos al veterinario
antes de nada, tú lo limpias, es tu responsabilidad y si viene el dueño,
se lo devuelves.”
“Pero, ¿cómo va a volver el dueño si estaba en una caja que
literalmente ponía Adóptame?"
“Vale, pues eso no.”
Me di la vuelta y les abracé muchísimo. Mi padre dijo:
“Primero, vamos a tener que darle un nombre.”
Yo dije:
“Le voy a llamar… Rocky.”


Fin

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