El
comerciante
Érase
una vez un gran pueblo en el que había un bonito castillo y un alto
campanario debajo del cual estaba el pequeño puesto de un
comerciante llamado Aurelio, que se dedicaba a vender todo tipo de
productos engañando a sus clientes. Un día mintió a un joven
llamado Juan diciéndole:
- Estas son unas semillas mágicas que cuando las plantes brotarán unas plantas que te darán salud y felicidad.
Las
semillas eran marrones y alargadas, no parecían nada fuera de lo
normal, pero Juan que era un poco soñador se las compró.
Cuando
llegó a su casa las plantó de inmediato, estuvo esperando un montón
de tiempo, pero no pasó nada. Así que decepcionado se fue a quejar
al castillo del rey Luis. Por el camino fue pensando cómo lo había
engañado el comerciante y se enfadó con él.
Al
llegar al enorme castillo pidió audiencia con el rey y se sentó a
esperar, no pasó mucho tiempo hasta que le dijeron que ya podía
pasar.
Juan
se quedó impresionado al ver al rey ya que había oído las
historias que contaban de lo riquísimo que era, pero la ropa que vio
que llevaba era mil veces más extravagante de lo que él hubiera
podido imaginar.
- ¿Cuál es el problema, joven siervo?
- El comerciante que tiene un puesto debajo del gran campanario me ha timado, señor.
- ¿Cómo te ha timado, joven?
- Me dijo que éstas eran unas semillas mágicas que me darían salud y felicidad, pero no es así.
- ¡¡GUARDIA!!
- Si, señor.
- ¡Tráeme a Aurelio el comerciante!
- Si, señor, ahora mismo.
Después
de esperar un rato el guardia trajo al comerciante.
- Siento haberle engañado.
- Muy bien, como castigo le pagarás el doble del dinero que le costaron las semillas.
Y
Aurelio aprendió la lección y no volvió a engañar a nadie.
¡Mucho mejor! Los adjetivos enriquecen...
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